viernes, 31 de octubre de 2008

IV Capítulo de La primavera parecía eterna

IV

La primavera parecía eterna
y miró placentera por la ventana
con tus ojos de esmeralda
y tus rizos dorados
todas las distancias de la tarde ida,
mientras tus manos adoradas
arrullan tu hijo adormilado
que bebe con apetito tus pechos blancos
para calmar la sed y el hambre
de tan heredero hombre,
que con sonrisas
calman y dan valor a la primavera,
para que los días venideros
sean primaveras eternas
y siglos henchidos de gloria y paz.

La primavera parecía eterna
y se poso sobre tus ojos de azabache
y tus cabellos enraizados de negro,
que la misma noche
quiso que fuera estrella
para adornar tu trabajo
que vas tejiendo con tus dedos laboriosos,
y susurrando bajo tus caderas,
ensanchadas por tu hijo
vas moldeando las tierras cienas.

La primavera parecía eterna
y en los campos y selvas
campesinas e indígenas
con su piel dorada por el sol
amamantaban sus crías
como si fueran sus herederas;
mientras sus manos tejedoras de abrigos
y amasadoras de panes tostados
formaban la producción del maná
para el sustento diario de los pueblos
que sin embargo ellos, profanaban sus campos

La primavera parecía eterna
y su juvenil cintura
era la flor en retoño,
era la rosa sin desprender del tallo
y todo tu talle
lo aclamaban los jóvenes,
pero nadie sabía el secreto
de romper el hechizo
para que primavera despertara
de su sueño eterno;
sin embargo un valiente soñador
tocó su sinfonía en oboe,
hasta que la rosa maduró
y cayó despierta sobre la naturaleza
y pronto germinó madreselvas
con diminutas rosas
que hicieron que la primavera pareciera eterna.

La primavera parecía eterna
y tus cabellos eran cascadas de lluvia plateada
que caían sobre tus hombres de plata
y me hicieron doblegar para besar tu boca de quina
tus manos de rubíes
y tus pechos zafiros
que extraídos de tu cuerpo esbelto
forman la mina más preciada
de mi larga vida con alma
que como yacimientos aluviales
eres mi diamante en bruto
y mi cuarzo en esmeralda;
que tallo inagotablemente hasta volverte humana
para profundizar la prominente tierra
que clama paz y no guerra;
que busca pan y no armas,
que engendra hijos y no simios
y muere como si la primavera fuera eterna.


Buenos Aires 28 de Octubre de 2008
José Ignacio Samacá hernández

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